Cuando se habla de “Guerra” generalmente nos vienen a la mente imágenes de grandes movilizaciones militares, bombas y devastación total. Ya está instalada en nuestra mente, debido a que la mayoría somos de la era atómica, la relación de esta palabra con Hiroshima y Nagasaki, la radiación y un largo etcétera. Pero la guerra no es sólo eso. La guerra va mucho más allá, o mucho más acá, si de alcance se trata.
Si recurrimos al diccionario de la Real Academia Española, encontraremos que la palabra “guerra” tiene una gran cantidad de significados pero me interesa principalmente reflexionar sobre un par de ellos: “lucha o combate, aunque sea en sentido moral” y “oposición de una cosa con otra”. Si esto es así, entonces deberíamos decir que estamos continuamente en guerra, pero no es así porque la diferencia la hace otra frase: “de una parte con intención de anular o aniquilar a la otra…”. En otras palabras, cuando hablamos de guerra no hay posibilidad de diálogo, de acuerdos o de consensos; sólo vencedores y vencidos, triunfadores y derrotados. Y en este sentido, también gran parte de nuestra vida lamentablemente, la pasamos guerreando.
Nuestra sociedad actual, y cada día esto se hace más patente, nos impele a la confrontación, a la lucha, a la búsqueda del poder. Si unimos esta realidad a la pérdida de valores morales y éticos que también, lamentablemente, caracteriza a la era moderna, donde el hedonismo, el individualismo y la búsqueda desmesurada del placer parece ser lo importante, entonces es lógico que nos la pasemos peleando, confrontando, “guerreando”; porque cuesta entender que mi libertad termina donde empieza la libertad del otro. Guerreamos con nuestros vecinos, con los padres, con los hijos, con los jefes, con la pareja… y en esa guerra, como en todas las guerras de verdad, verdad, no hay triunfadores, sólo pérdidas.
Entonces, ¿qué nos impele a la guerra?… Sin duda alguna, y por más planificada y estratégica que sea, esa parte de nuestro cerebro cuyo conocimiento se lo debemos a Paul MacLean (1990), entre otros; esa “segunda cara de la mente”, como lo llamó la Dra. Elaine de Beauport: el cerebro límbico, la parte de nuestra cabeza que es pura emoción. Porque la guerra es básicamente emocional, la confrontación es un sentimiento básico que se ha sofisticado gracias al lenguaje, pero que sigue siendo tan primitivo como el de las tribus prehistóricas en su lucha por el fuego, que tan bien retrató Jean-jacques Annaud en su película.
Ahora bien, nosotros no tenemos en nuestras manos la posibilidad de evitar la proliferación de las armas nucleares, o meterles en la cabeza a judíos y palestinos que Dios es amor y no muerte; pero si podemos encargarnos de nuestro “metro cuadrado” y desde allí contribuir con un mundo más pacífico. ¿Podemos evitar discutir con nuestra pareja?.. Posiblemente no, porque es poco menos que imposible no tener conflictos con una persona educada de manera diferente a nosotros y con creencias distintas; pero si podemos evitar la venganza, el reproche innecesario, el pase de factura, el “te espero en la bajadita”, la culpa gratuita, el “yo primero y yo después”, etc, etc. Porque lo que si es cierto es que hay dos palabras que, unidas, pueden contra todo: TOLERANCIA y AMOR. Discutimos sobre el conflicto del Medio Oriente y nos horrorizamos ante la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial, pero no tenemos ningún problema en poner la música a todo volumen un viernes en la noche y armar el karaoke con los invitados más desafinados sin tomar en cuenta que el vecino debe ir a trabajar al día siguiente, o tiene un niño pequeño o simplemente tiene derecho a dormir en paz. Eso también es un acto de guerra, aunque no lo parezca.
Savater tiene una frase que me gusta mucho sobre el hombre ético. Dice que debe tener “…coraje para vivir, generosidad para convivir y prudencia para sobrevivir…” Ese es el equilibro perfecto, el que nos permite no perder nuestra individualidad pero entender al otro y, además,
contribuir a un mundo donde las grandes guerras pero también las pequeñas guerras, las cotidianas, sean cada vez más improbables.